iLlegué a Bonao de 8 años. Mi Tío tenía como 19 ó 20 y empezó a ensayar la paternidad conmigo. Me recortaba a la moda, me hacía pantalones a la moda; me llevaba al cine y a comer pizzas; ordenaba que me frieran tostones cuando cocinaban asopao y peleaba con Mamatita por levantarme los domingos a la 7 de la mañana para la misa de las 8. Yo odiaba ir a misa, no sólo por la hora, me obligaban a leer el evangelio desde el altar y mi imaginación me llevaba al lado de Job, sufriendo de lepra, muriendo con las muertes de su familia y su ganado, todo por una apuesta entre Dios y el Diablo. Ahí empezó mi ateísmo, la Biblia es para mí un gran libro de aventuras.

Mi Tío vino para Nueva York, sólo volvimos a vernos en algún diciembre, en el funeral de mi abuelo. Cuando llegué a Nueva York nos encontramos otra vez. “Tú tiene una habitación dondequiera que yo viva”, me dijo por teléfono. Desde hace más de 6 meses vivimos juntos; pero nuestros horarios no nos dejan tiempo para comentar nuestras victorias, nuestras derrotas cotidianas. Después que yo termino mis 8 horas del monótono may I help the next customer please me quedo palomeando por Brooklyn y Manhattan; cuando llego al Bronx mi Tío duerme: se levanta a las 3 de la mañana para salir en su taxi a recoger borrachos tristes con grandes propinas y sin mujeres esperándolos.

El hombre es un animal de costumbres. Una madrugada desperté, fui al baño a orinar en medio del olor del café. Mi Tío estaba sentado en la mesa del comedor, bebiendo su tasa con mucha cremora, poniéndose su armadura invisible y su bluetooth en la oreja para enfrentar el terrible tedio de recorrer una y otra vez los mismos lugares con las mismas chimeneas con los mismos diálogos.
“Abrígate bien hoy, que hoy va a bajá a 23”, me dijo. Desde ese día se estableció la rutina del invierno. Yo despertaba, iba al baño, salía y mi Tio me hablaba del clima saboreando cada sorbo tibio. Después de varios suspiros respiraba hondo antes de decidirse a enfrentar el día mientras yo volvía a la cama hasta la alarma.

Mi Tío fue a Bonao a pasar las navidades, compró una yipeta nuevecita. De allá regresó con botox en el alma, Lucecita se llama la chamaquita, me dijo. Llegó a hacer ejercicios para regresar en Septiembre sin barriga, para no avergonzarse cuando se quitara la wife-beater en el río Yuna, para no avergonzarse cuando se desnudara frente a ella con la luz encendida en el motel Singapur. Llegó a hablar por teléfono una hora girondiana todos los días te quiero mucho mi lubidulia mi golocidalove mi lu tan luz tan tú que me enlucielabisma tú sí me hace falta y descentratelura y venusafrodea y me nirvana el suyo la crucis los desalmes con sus melimeleos sus erpsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y gormullos toy loco por vete de nuevo mi lu mi luar mi mito demonoave dea rosa mi pez hada mi luvisita nimia no veo el día que temo junto otra ve mi lubísnea mi lu más lar más lampo mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio tú ere mi lubella lusola mi total lu plevida mi toda lu lumía mi lu mi lu mi lu Lucecita.

La primavera no merece un comentario. Mi Tío no es hombre de salir con un “Hoy las flores estarán preciosas, aunque mucho polen en el aire”; por suerte comenzaron las Grandes Ligas y las predicciones meteorológicas del tío al sobrino fueron sustituidas por “Ale Rodrigue la sacó otra ve”, “Perdieron lo Yankee”, “Ganaron lo Yankee”, “Ale Rodrigue lleva 24 jonrone.”

Pero he aquí que llegó Septiembre, y mi Tío desayuna en el Bronx con la certeza de que a la 1 de la tarde estará en Bonao comiendo sancocho con Lucecita. En el avión se sienta al lado de Lucifer dentro del cuerpo de un azuano que le brinda Chivas Regal. Mi Tío casi no bebe, yo digo que para no perder el glamour, el borracho siempre se despeina. Es un hombre vanidoso: usa un bluetooth desconectado porque eso le da feeling, en Bonao nadie tiene uno, me dijo. Cuando aterriza en Santiago está totalmente borracho llegando a la casa de Mamatita con una bachata a todo lo que da sentándose con varias cervezas besando a Lucecita eta e la mujer que yo amo en frente de amigos y familia saludando voceando a todo el que pasa por la calle montándose manejando la yipeta casi llevándose un motorista en cada esquina hasta Coconut pagándole la cuenta a quien se lo pida bailando reggaetón hasta abajo hasta abajo en Aquarius botando el bluetooth en la pista vomitando en la acera chocando la yipeta contra un paloelú.

Pero he aquí que llega Octubre y el tiempo de regresar a Nueva York. Yo estaba en Brooklyn y cuando vine al Bronx ya mi Tío dormía, o eso creía yo. En la madrugada me despierto, loco por verlo. Salgo del baño en medio del olor del café. Mi Tío está sentado con su tasa en la mano.
“Te traje aguacate y dulce de leche con guayaba”, me dice sin levantar la vista.
Según el científico-filósofo-escritor Steinbeck las pulgas saben cuando el perro va a morir y abandonan el cuerpo del anfitrión ante la inminencia del desastre. ¿Podemos nosotros, como las pulgas, oler la desintegración de las células? ¿Podemos nosotros percibir la vejez invadiendo sin piedad el cuerpo de un ser querido?
“Lucecita ta preñá”, me dice, no con la euforia de un futuro padre anunciando la llegada de su primogénito, si no con la amargura de un hombre enamorado confirmando la sordidez de un cuerno.

Y yo quiero escribirte un poema muy sencillo querido Tío, que evite que te vuelvas loco, que alivie tu sufrimiento, con metáforas inútiles y hermosas; pero no soy Dylan Thomas, por eso plagio a Bob Dylan. Mudo, me quedo mirando un aguacate dominicano, tan real, tan bueno, que algún curioso colocó en el centro de mesa, rodeado de uvas y peras y manzanas plásticas.

 

Juan Dicent